
Hubo en Francia, en la última década de 1700, un período virulento y sanguinario que se conoció como la época o la dictadura del terror.
Leo que Robespierre también sufrió su final en la guillotina; puesto que todo aquel que se oponía al cambio de régimen o era reconocido como sospechoso, corría la misma suerte.
Dicen que el régimen se superó, no por espanto, sino por aburrimiento del público. A fin de cuentas, era siempre la misma función. Quizás pasara lo mismo en Roma. Y posteriormente, cuando se comenzó a contar a la gente, por exceso de número.
Aquí en España, hubo una guerra fraticida, porque probablemente las raíces culturales tendían a dicha forma. Nos supera el haber tenido robando. Y nos gusta hablar en pasado. Como si el presente tuviera mejor cariz que lo que parece haberse superado. No se si por encantamiento, por superstición, por ignorancia, o por falta de educación se atenta contra lo que en teoría y en salud, por inteligencia, tendríamos que proteger con mimo.
Aquello por lo que hay que luchar, que es más dificil que la tierra, tiene que ver con la salvaguarda de nuestros Derechos Humanos; que se han escrito con milenios de ríos de tinta y sangre. Y que se venden casi- y digo casi, porque todavía queda algún que otro freno- gratuitamente.
Son los Derechos de quienes no existieron, de quienes murieron entre cañerías y atajos, de quienes comieron ratas, de quienes fueron eliminados con un gesto, con una espalda y sin espada. De quienes se jugaron siempre la vida porque no había otro porvenir que no fuera entre la miseria. De quienes tuvieron que huir del terror, de la bala y de la esclavitud.
Y sobre todo, de quienes prefirieron morir a ser los verdugos de sus asesinos.
Por eso existen recogidos en la Constitución española los Derechos Fundamentales.
Pero todavía hoy se negocia con ellos. Se bombardean. Se liquidan.
Devoción por la dictadura del terror. Por una habitación más. Por miedo. Por un contacto. Por bajeza o por maldad. Por imprudencia. Por satanás. Por el gustazo de ser tirano. Por esconder al culpable adinerado. Por indiferencia o por enfermedad mental. Por emparentar con la burguesía.
Por no perder el trabajo. Esta última de las más nombradas.
Resulta que hay tantas posibles causas como posibles delincuentes. Porque lo de ser delincuente está, como decía, bastante bien tolerado socialmente.
No me pregunto qué y hasta dónde van a llegar. Pero si me pregunto hasta dónde voy a llegar yo por defender los Derechos que me roban.
El protagonismo- como por darnos algo- lo tiene el pueblo. Como hipnotizado por ideologías extrañas con tintes de cainismo y de canibalismo. Algo enajenado y reservado. Como enfermo.
Y no es una cuestión de proletariado, sino de vergüenza.
Recuerdo cómo hace una década, cuando obligaban a cerrar al pequeño comerciante, como oleadas de masa y sin recuento, se libraban colas en las cajas de los centros comerciales. Con luz artificial y sin viento. Sin olores ni paseos. Sin lluvia ni frío. Cara al cristal.
Nadie dijo que era obligado, pero supongo que se debió de asumir como un mal necesario. Como si bajo aquellos bazares gigantes se escondiera la amenaza de ciertos bombarderos franceses o británicos. Quiera dios que no sean americanos. Yo recuerdo esa década en la que no tenía un día con el guapo subido. No me llegaba a axfisiar, pero lo notaba inhóspito. Y nunca me llegaba la camisa al cuerpo. Y el caso es que era joven. Con responsabilidades, pero joven.
Hoy me toca atestiguar cómo ciudadanos formados, profesionales, delinquen. Atentan contra lo que les sostiene en el sistema. Contra lo propio. En lugar de enorgullecerse de poder ser propietario de su sistema legal. Quizá por presión o por complejo, les derrotan. Sin que se oiga un grito, un lamento prolongado, o un estruendo o un pitido.
Los cirios los montan aquellos que han vencido. Los que han dañado a la ciudadanía y al español. En una profunda vorágine de pueblo infeliz vejado y verdugo, de la que disfrutan.
Nunca les respeté. Ni a ellos ni a sus dirigentes. Porque disponían de recursos propios. Porque vaciaban los públicos hasta el extremo de la conciencia. Y me alejé.
Es muy fácil distinguirlos. Son plañideros y a la vez, inhumanos. No ven más allá de su propio beneficio. Y son insensibles al crimen. Malos comunicadores y poco ingeniosos.
Los hay a cientos, a decenas en cualquier entidad.
Pero siempre hay entre esos 20 o 30, uno sano. Completamente sano y consciente de la salud de sus sentidos. Todavía con su auténtico corazón. Incapaz de pensar que lo cambiaría por una patata.
Un ciudadano.
Y se me va la vista, primero queriendo y después sin quererlo. Porque me recuerda , de pronto, qué significan unos ojos. Qué importante es ver cómo mira, un ser humano. Cómo me mira.
Pertenezco a una especie maravillosa que no muere. Que rechaza la dictadura y a sus pordioseros inhumanos.
Soy ciudadana en mi País. Y mis conciudadanos, aunque tenga que buscarlos entre decenas o cientos, me reconocen. Me cuento de alguna forma, y espero que me cuenten.
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