
Mi mayor deseo actualmente, es tener un árbol. Se que suena a fijación psicológica y probablemente lo sea.
Pero yo creo que antes de que me persiguieran con los test, un día torrado en el que pasaba algo (alguna fiesta o algún evento en el que no se por qué me había metido), se me ocurrió tumbarme en un parque en el que había árboles.
Eran tipo sauce, de hojas pequeñas que parecían moverse con el reflejo del brillo de la luz.
Más que el cómo se filtraba, era la combinación entre la brisa y el movimiento de las hojas atrapando el brillo lo que consiguió interesarme. Concentrarme, y a la vez, relajarme. Esa sensación de tontez tan natural. La sensación de sentirme excesivamente orgánica, la consciencia del tamaño del cerebro y de tanta carne a su alrededor combinada con la tranquilidad, me pareció una de las sensaciones más sensatas y justas que había experimentado sobre mi ser adulto.
Desde entonces me fijo mucho más en los árboles, los respeto y siento una mezcla entre curiosidad y admiración; y deseo tener uno en propiedad. Sólo para mi sola. En plan nostálgico.
El caso es que se me ha ido a ocurrir cuando se estiman como uno de los mayores lujos en cuanto a establismen o pijerío o cultura.
Caí en la trampa y no me lo perdono. Y lo digo. Y pienso que el que lo tiene y se me pitorrea, no lo entiende. Así me consuelo, por no partirle la cara. No se llegar a eso, pero debería probar.
Un buen hombre- en este caso: una buena mujer- debería tener un árbol.
Aunque sea- como dijo Saramago- para poder despedirse del mundo. Como un compañero.
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