sábado, 7 de marzo de 2009

Tulipanes



La primera vez que me llegaron noticias de los parásitos fue a comienzos de los años 70, cuando casi todos los niños de la plazoleta en la que prácticamente vivía, nos encontramos con el cabello ungüentado de un líquido que despedía olor.

-Y tú también

-¿Qué?

-Que tú también tienes.


La mofetada duró un par de días y por algún contagio se extendió. Y finalmente se disipó antes de que nos llegase la primavera.



Años más tarde, a finales de la década, descubrí al primer parásito humano.
Me di cuenta porque me rogó que le acompañase al baño y casi no despidió olor.
Y me irritó profundamente que me engañase diciendo que era líquido lo que iba a evacuar. (Por eso he evitado siempre que he podido acompañar a nadie a llevar a cabo sus servicios diarios).
Una vez establecida la relación entre el fastidio y el conocimiento que me había proporcionado su conducta hasta la fecha, lo comprendí.


El parásito es ligeramente molesto al principio y no constituye un serio problema para el organismo. Es su táctica. Casi todos los organismos la toleran, puesto que una respuesta desproporcionada secundaría el objetivo del parásito: parecer menos peligroso de lo que en realidad es.


Un parásito no puede vivir por si mismo porque no dispone de tarea o función autónoma. Es la existencia de otro organismo autónomo la que ocupa.


Pero a medida que crece, acapara funciones y competencias sustraídas, que la víctima que todavía no adolece, no puede defender.
El enemigo está dentro, oculto en su sistema de funciones. Y la enfermedad no se origina. Solamente se manifiesta.



Así como una garrapata gigante no existe, los parásitos humanos también se multiplican. Y salvo en el caso de la tenia, que se puede vomitar si previamente se le hace beber su propio veneno, la mayoría de los parásitos se ocultan en el ambiente para no ser identificados.


Porque el proceso es laborioso y lento. ¿Cuánto podría vivir el parásito sin su víctima? ¿Qué otros organismos se encuentran listos para canibalizar?


La historia de la mitad de mi vida no es un cuento de terror, sino de parásitos.
Una vez detecté al primero, conocí a otros.


Y es cierto que conozco y respeto a muchas Mujeres. Por ello atacaré siempre y sin dudarlo a las mujeres-parásito:
seres enfermos de envidia cuya vida depende de que otras mujeres mueran. Teniendo en cuenta que si el ambiente en el que viven les aprueba y secunda, el número de víctimas aumenta, no se puede silenciar.
Son terroristas que invaden vidas por la ladera de ese sendero gris que oculta el alma para no apreciar su sombra alargada.





Al comienzo de esa franja gris prefabricaron mi casa. Por eso nadie quiso mirar al tulipán.
Existe la falsa creencia de que no se puede florecer donde escasean la luz o el agua. Pero las manchas de colores que salpican los caminos que bordean los desieros de Dasht-e-Kavir o de Kavir-e-lut, son tulipanes.

Y para apreciarlos, hay que acercarse.
De la misma forma que hay que identificar y acercarse a la víctima para destruir al parásito. Y poder conservarlo en un frasco para los estudiosos de una plaga que no cesa.
Que no descansa. Que no frena.





Que no es cáncer, que es parásito. Que no es cambio, que es robo. Que no es vida; que es muerte.

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